El cielo, en ciertas noches del norte o del sur más extremo, puede encenderse con luces que se mueven como humo teñido. Ver una aurora polar no es solo observar un fenómeno físico; es atestiguar la huella luminosa de una tormenta que empezó en el Sol y acabó rozando la atmósfera de la Tierra.
Estas formas cambiantes, de colores intensos y fugaces, surgen cuando partículas solares chocan con los gases que rodean el planeta. Un espectáculo que ocurre cerca de los polos magnéticos y que, desde hace siglos, ha dejado sin palabras a científicos, viajeros y pueblos originarios.
Del Sol a la atmósfera: un viaje de millones de kilómetros
Las auroras no nacen en la Tierra. Tienen su origen en el Sol, concretamente en las explosiones que se producen en su superficie: fulguraciones solares, eyecciones de masa coronal… eventos de enorme potencia que lanzan al espacio partículas cargadas —protones, electrones— a gran velocidad. Algunas de ellas, tras recorrer el vacío durante días, alcanzan nuestro planeta.
Y aquí es donde la Tierra responde. Su campo magnético desvía buena parte de esas partículas, pero no todas. Cerca de los polos, las líneas del campo se abren como embudos invisibles y permiten que parte de ese flujo solar penetre hacia capas altas de la atmósfera, en concreto la ionosfera.
Allí, a más de 80 kilómetros de altitud, ocurre el choque. Las partículas solares colisionan con átomos de oxígeno y nitrógeno, y al hacerlo, liberan energía en forma de luz. Verde, púrpura, azul, rojo. El color depende del tipo de gas y de la altitud a la que ocurre el encuentro. No hay una regla única: hay noches en que todo se tiñe de verde, otras en que el cielo parece arder en rojo, otras más en que la luz baila sin forma concreta.

Por qué unas veces se ven y otras no
No basta con estar en el lugar adecuado. Para ver una aurora, además de estar cerca del círculo polar, hay que tener suerte con las nubes, con la oscuridad, con el calendario solar. La actividad del Sol no es constante: sigue un ciclo de unos 11 años.
En los años de mayor agitación, como el actual (según las previsiones del NOAA y la ESA), es más probable que el fenómeno sea visible incluso desde lugares poco habituales, como Escocia o el norte de la Península Ibérica.
El momento del día también importa. Las horas cercanas a la medianoche, cuando el cielo está más oscuro y la actividad geomagnética alcanza su punto álgido, suelen ser las más favorables. A esto se suma el papel del índice Kp, una medida que indica hasta qué latitud podrían verse las auroras en función de las alteraciones del campo magnético. Cuanto mayor es el valor (sobre todo si supera 6 o 7), más hacia el sur se desplaza el fenómeno.
En Europa, hay zonas casi míticas para la observación: Tromsø, en Noruega; Abisko, en Suecia; los fiordos de Islandia o ciertas regiones de Laponia.
En el hemisferio sur, el desafío es mayor, no por falta de auroras, sino por la escasez de tierra firme donde observarlas. A veces, en noches especialmente activas, se dejan ver desde Tierra del Fuego o desde el sur de Nueva Zelanda.
Una belleza que también puede generar problemas
Aunque las auroras parezcan inofensivas, el fenómeno que las provoca puede tener consecuencias reales. Las tormentas solares intensas pueden alterar la navegación por satélite, afectar a las comunicaciones por radio o incluso dañar redes eléctricas.
No es ciencia ficción: ocurrió en 1989, cuando una tormenta geomagnética dejó sin luz a millones de personas en Quebec, Canadá.
En un contexto tecnológico como el actual, entender cómo y por qué ocurren estos fenómenos no es un lujo: es una necesidad. Por eso existen misiones científicas dedicadas a observar el Sol y su relación con la Tierra. Entre ellas, la Parker Solar Probe, que se aproxima como nunca antes a la corona solar, o los satélites SWARM, que vigilan el campo magnético terrestre.
Gracias a estos sistemas se puede anticipar, con cierta antelación, la llegada de partículas solares a la Tierra. Y aunque no siempre sea posible evitar sus efectos, al menos sí se pueden minimizar los daños.
Aurora polar: Entre la ciencia y la fascinación
Durante siglos, las auroras han desconcertado a quienes las contemplaban. Pueblos indígenas del Ártico veían en ellas señales de espíritus. Los antiguos nórdicos creían que eran reflejos de las espadas de los dioses.
Hoy sabemos que se trata de un fenómeno perfectamente explicable, pero eso no le resta un ápice de misterio. Porque, aunque entendamos el proceso físico, hay algo en esa danza de luces que escapa a cualquier ecuación.
